jueves, 7 de noviembre de 2019

Pienso algo que sé que no tiene fundamento, que sé que responde a viejos miedos acumulados, sé que lo estoy conectando con pasajes y ausencias del pasado, que estoy dando saltos inferenciales absurdos, pero reacciono para mis adentros como si supiera que es cierto; lo pienso mentira, pero lo siento verdad.

Dedico una cantidad desproporcionada de recursos y energía en razonar conmigo, desgranar y rebatir mis creencias irracionales y calmarme. Tengo que hacer un trabajo emocional (cómo me estoy sintiendo, qué lo ha detonado, a qué miedos, inseguridades y creencias infundadas obedece, qué puedo hacer para tranquilizarme, cómo compartirlo sin suponer una carga para la otra persona) que resulta agotador.
Que se vuelve inasumible y me destroza cuando entran sentimientos románticos en juego y esos miedos y esa necesidad de anticiparme, categorizar y delimitar, de entender cada gesto y cada pausa, se disparan. Que una frase inocente que no significa nada pueda tomar mil bifurcaciones y suscitar mil preguntas.

Las intermitencias, las ambigüedades, las líneas difusas, no saber si ese día encontrarás atención y afecto o migajas, tener que entender a quien no se entiende a sí mismo, a quien actúa por impulso y capricho, irreflexivo y voluble. El absurdo: buscar sentido en un comportamiento errático. Pocas veces he conocido o aprendido otra cosa. Y nunca sé qué esperar o a qué atenerme.

Nunca sé qué esperar o a qué atenerme, ya no sé si es mi intuición alertándome o mi miedo saboteándome.

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