lunes, 1 de abril de 2019

Sabía que el camino no era lineal, pero supuse que a estas alturas habría aprendido algo más. Todo cuanto escribo, siento y digo suena con un eco; ya lo he escrito, sentido y dicho con pequeñas variaciones, estando en un lugar algo distinto. No sé cuándo dejé de llevar la cuenta, cuándo deje de bosquejarme y dibujarme mapas, no sé si cuenta como una victoria. Tenía la falsa sensación de entenderme, de haberme rastreado y acotado, de haber calculado mis reacciones y mis tiempos, mis tres tipos de ansiedad, mis malos hábitos e inercias, mis tensiones y contradicciones, aunque eso probara no cambiar nada.
Por ejemplo, sabía que estaba obsesionada con el paso del tiempo y con la huella que dejan mis épocas de apatía y letargo; con perderle centímetros, a cada segundo que pasa y no me muevo, a la versión de mí que podría haber llegado a ser si no me hubiera detenido, a lo que soy en potencia, a lo que fui en potencia antes de cada segundo perdido. Y sabía, al mismo tiempo, que regodearme en ese espacio imaginario sólo agravaba el problema: que acababa reprochándome el tiempo que había perdido reprochándome el tiempo perdido, y así sucesivamente. ¿Y hacía esa revelación que fuera capaz de centrarme en el "yo" alcanzable en vez de lamentar un "yo" hipotético, esquivo y físicamente imposible, me ayudaba eso a tomar impulso? En absoluto. Como nunca me ha ayudado el hecho de saber que presionarme y exigirme demasiado es tan contraproducente como ser indulgente y abrazar esa desidia, esa tristeza confortable en tanto que familiar e inmovilista; no por saber nombrarlo encuentro el equilibrio.
Y así con todo: necesito respuestas siempre y a cualquier precio, pero identificar y desenredar mis mecanismos de adaptación fallidos y la lógica que en ellos descansa nunca me ha sido de gran ayuda. Quizás ser demasiado consciente de los pasos me ha llevado a tropezarme.

Supongo que entenderlo es condición necesaria, pero nunca suficiente. El proceso no puede ser sólo especulativo, intelectual, hay un aprender con la piel, un aprender haciendo, un adquirir hábitos y rutinas además de pensarlas. Además de saber qué es lo que tienes que hacer, está el esfuerzo de hacerlo y la frustración de fallar, frustración que hay que aprender a tolerar para que esto funcione, y a la que yo nunca sé sobreponerme.

Tendría que haberlo visto venir.

No es sorprendente que, después de haberme pasado toda la infancia y toda la adolescencia intelectualizando las emociones, tratándolas de forma clínica y distante, como meros cálculos de coste y beneficio (y el coste parecía tan desproporcionado que nunca me arriesgaba), me haya desbocado una vez he sido capaz de abrir esa puerta y dejarme llevar. No es extraño que, al recibir un afecto y unos cuidados que apenas he conocido, perderlos se vuelva insoportable y me quede imposiblemente atada al recuerdo, a la posibilidad, a la sensación de ser inquerible, a la necesidad de buscar porqués. De entender a personas que no se entienden. Así ha sido siempre: mi madre era cálida, atenta, la figura materna perfecta, y luego desaparecía de golpe. Su enfermedad me la robaba durante meses y no tenía forma de saber cuándo volvería. No sé perder, y por eso llevo toda la vida evitando jugar.

Tuve que aprender muy pronto cómo domar ese rincón de mi mente, cómo posponer los pensamientos intrusivos. Pero no he aprendido a hacer nada más. No sé esforzarme, no sé adquirir hábitos constructivos y ser constante, no sé cómo traspasar los mismos mecanismos de evitación que me salvaron en el pasado y hoy se me vuelven en contra, y nada puede llenarme lo suficiente como para convencerme de que el esfuerzo valdrá la pena. No sé cómo vivir. Y a menudo no quiero hacerlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.