sábado, 29 de diciembre de 2018

Es un dolor distinto

Creo recordar que a los quince años, cuando probablemente llevaba más equipaje a mis espaldas del que debiera, etiqueté y delimité los grados y tipos de ansiedad que experimento; tres tipos distintos, dejando de lado el nerviosismo y el estrés. Creo que esta sensación no se parece a ninguna. ¿Quizás se parece a la despersonalización y desrealización que sufrí al regresar de Berlín, a esa sensación de irrealidad, a la amnesia emocional, a la incapacidad para reconocer y situar a las personas que quiero, para reconocerme y situarme a mí, aún conservando intacta la memoria? ¿A la melancolía punzante que sentí al volver de Stuttgart? Se parece a aquellos momentos de dolorosa intimidad conmigo misma siendo niña, de abrazarme por la noche sabiéndome desamparada, sin referencias, sin un otro con el que confrontar nada. Creía que se me daba bien lidiar con la soledad, porque es todo lo que conocí durante la mayor parte de mi vida, porque no me era extraña, porque siempre necesito regresar a ella para reencontrarme y sentir paz. Pero esta sensación de soledad absoluta, pesada, cayendo sobre mí sin marcha atrás. Esta sensación de no poder ver ni ser vista, de sentir con extraña convicción que no voy a poder volver a serlo nunca, aún diciéndome que no es cierto. Como si al apartar de mí tu mirada te me hubieras llevado, entera. Siento que no soy, que no existo. Y lo sé mentira, pero lo siento verdad. Y me echo insoportablemente de menos.

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