miércoles, 1 de enero de 2020

Los peligros de encontrar refugio en la depresión

En mis episodios más graves -y creo que esto es algo bastante generalizado- siempre he tenido una cierta tendencia a recrearme en la depresión y encontrar en ella refugio, a autosabotearme, a menudo de forma inconsciente, porque la idea de volver al mundo, donde suceden cosas y donde habitan los otros, con sus tiempos y sus ritmos, es asfixiante. Cuando te quedas en tu refugio de procrastinación y hábitos autodestructivos sabes exactamente lo que te vas a encontrar; el mundo exterior es frenético e incierto, te expone a una mayor frustración, da miedo. No es simple pereza, es un mecanismo de evitación. Y uno puede encontrar formas extraordinariamente sofisticadas de boicotearse.

A menudo te sientes incapaz de dar pasos en la dirección correcta, por mucho que sepas cuál es la dirección correcta, aunque sepas qué clase de hábitos debes empezar a adquirir, porque no te sientes con fuerzas, porque nada te ilusiona lo suficiente como para suponer un aliciente, para llegar a motivarte y darte impulso. Porque no tienes "razones" a largo plazo para hacerlo.
Pero muchas veces es sólo cuando te fuerzas a dar pasos que no quieres dar, a salir de la cama, de casa, de tus espacios solitarios y viciados, a intentar reconectar con los otros -aunque esto es especialmente difícil cuando llevas años así y has quemado todos los puentes; por duro que sea, hay gente que no está capacitada para quedarse a tu lado-,  cuando empiezas a recuperar poco a poco las fuerzas y las ganas de dar más pasos que te permitan estar mejor. Creo que muy a menudo el "sentido", el "propósito" y la motivación no aparecen hasta que ya estás un poco mejor, aunque sea sólo un poco. Por eso hay momentos en los que tienes que obligarte, hacerlo porque sí. Y eso es lo más jodido, pero lo más necesario. Y sólo se vuelve un poco más fácil cuando coges el hábito.

Y cuando se habla de la importancia de seguir intentando salir de esos hábitos y de ese refugio de cuatro paredes, de seguir obligándote a hacer cosas que no quieres hacer y que te cuestan, no siempre se hace trivializando la depresión, sino precisamente entendiéndola, entendiendo lo fácil que es huir y tratar de congelar el tiempo. Y esto no significa que vayas a "curarte" -yo no voy a curarme, sólo aspiro a estar mejor- por salir a pasear, hacer ejercicio o hablar con gente; pero a menudo subestimamos lo decisivos que estos gestos pueden llegar a ser en algunos momentos cruciales.
A veces hay mensajes que nos parecen condescendientes o que nos suenan a frasecita trillada de instagram -"¡sonríe, atrévete a salir de tu zona de confort!"- pero hay algo de verdad en que es habitual recrearse y ampararse en la depresión, aunque sea por algo más que pereza.

La introspección es imprescindible, e ir a terapia y tener a alguien que confronte y desmonte tus creencias irracionales y que te pare los pies cuando te culpas de mas o te responsabilizas de menos, que pueda ver lo que tú estás demasiado cerca para ver, eso hace mucho. Pero creo que hay una parte de la recuperación o de la mejora, la que consiste en adquirir una rutina, que tiene que ser más mecánica, sobre la que es contraproducente pensar o teorizar demasiado. "Me levanto o no me levanto" te lleva a buscar "una razón" que en ese momento quizás no encontrarás.

Por supuesto -y aunque sea difícil encontrar el equilibrio- no hablo de exigirse mucho de golpe (eso suele agravar los problemas de evitación, no resolverlos) ni de culpabilizarse. Hablo de obligarte a dar pequeños pasos que no te apetecen -hacer un recado, cosas pequeñas que se van amontonando y acaban siendo una losa, y que por mecánicas o cotidianas que sean te hacen sentir mucho más ligera cuando te las quitas de encima- pero sin fustigarte cuando no salen.
Conocer tus tiempos y aprender a tratarte bien sin acabar por ello siendo autoindulgente es lo más difícil de todo.

De la culpabilización a la autojustificación: salud mental y profecías autocumplidas

Cuando uno no se responsabiliza, cuando no da pasos concretos para tratar de enmendar sus errores o asegurarse de no repetirlos, cuando no escarba, cuando no va a la raíz, cuando no hace un esfuerzo por cambiar sus hábitos y su forma de relacionarse con los demás, el hecho de fustigarse y recrearse en la culpa se convierte en una performance autocompasiva, en una autojustificación -paradójicamente, hay un punto de "me siento culpable, eso me reafirma en que no soy tan mala persona"- que sólo perpetúa el ciclo.

Este tipo de pensamiento fatalista, este "estoy roto desde niño, rompo todo lo que toco y no hay nada que pueda hacer", suele acabar sirviendo también como una especie de justificación, se convierte en una profecía autocumplida.
Martirizarse es contraproducente: si realmente queremos resarcirnos y enmendar nuestros errores tenemos que hacer un esfuerzo por dejar de repetirlos, y eso pasa por perdonarnos a nosotros mismos sin por ello perder de vista que lo que hicimos estuvo mal: lo contrario -no perdonarse, el autoodio- no beneficia a nadie y sólo trae más problemas a la larga (evitacion, ponerse a la defensiva).

Es necesario que entendamos de dónde venimos, qué sucesos nos han marcado y de qué forma, para que entendamos y podamos explicar nuestro comportamiento actual, desandar nuestros pasos, confrontar los miedos infantiles y las creencias infundadas que solemos arrastrar sin saberlo y que suelen estar a la raíz de muchas inseguridades y mecanismos de defensa actuales; pero a menudo confundimos explicar con justificar (como si el daño que nos han hecho a nosotros nos diera carta blanca para infligirlo en los demás, para redirigirlo de forma injusta), y la línea puede llegar a ser algo difusa. Pero curiosamente, pasarse al otro extremo, culpabilizarse más de la cuenta, arrastrar el arrepentimiento como una losa, odiarse a uno mismo, nos puede hacer caer en una actitud derrotista que, de alguna forma, nos mantenga encerrados en el mismo tipo de circuito destructivo e irresponsable. No hace falta ser un monstruo desalmado para hacer daño sistemáticamente, a veces basta con descuidar la propia salud mental, con huir. Responsabilizarse (tomar consciencia del problema y buscar activamente formas de superarlo y de evitar que recaiga en los demás) no es lo mismo que culpabilizarse (quedarse atrapado en un estado de penitencia y autoflagelación permanente).

jueves, 19 de diciembre de 2019

Trastorno Obsesivo-Compulsivo, Depresión y redes sociales

No quería contar mi historia porque siempre he sentido que hacerlo comprometería la imagen que algunas personas que me han seguido desde hace años tienen de mí, de persona cabal, comedida, ponderada, sensata, racional. La cuestión es que sí considero que soy estas cosas, pero lo soy a pesar de todo lo demás, y quizás, en algunos casos, como consecuencia.
Toda mi vida ha sido un intento por evitar a toda costa ser "una histérica irracional que exagera y tiene una visión distorsionada de las cosas" hasta el punto de sobrecompensarlo y pasarme al otro extremo, de intelectualizarlo todo, de menospreciar mis emociones y mi instinto y poner constantemente en entredicho mi visión y mi criterio. A día de hoy entiendo que llevarlo a ese extremo es un error.

Cuando la gente piensa en pacientes de trastornos mentales suele pensar en personas con un habla desorganizada, algo inconexa, o de conducta errática e imprevisible, o muy impulsiva (por eso suelen suscitar un cierto temor, cuando en realidad la mayoría de personas que sufren esquizofrenia, por ejemplo, son más susceptibles de sufrir agresiones que de cometerlas). Yo me encontraría en el otro extremo. Muchísimo menos estigmatizada, pero sí bastante malentendida.
 
Llevo toda la vida intelectualizándolo todo, tratándolo en términos fríos y clínicos, asépticos, abstractos, situándome fuera, para tratar de distanciarme y sobrecompensar el hecho de sentirlo siempre todo multiplicado por mil.
Me he ido quitando bastante la coraza durante estos últimos años, desaprendiendo la represión, permitiéndome acercarme más a las cosas, y quizás por eso he vivido situaciones menos graves que las que viví hace unos años pero con una intensidad mucho mayor.
Hay personas que creen que no les está yendo bien ir al psicólogo porque están llorando más, por ejemplo, sin caer en la cuenta de que están procesando cosas que tenían encastadas, guardadas en un rincón, y que también les hacían daño pero de forma más sutil e inconsciente, quizás en forma de miedos.

Mi Trastorno Obsesivo-Compulsivo

Hace 15 años me diagnosticaron un Trastorno Obsesivo-Compulsivo. Fue especialmente severo e incapacitante a los 11-12 años, aunque llevaba desde los 3 años teniendo obsesiones (pensamientos intrusivos y egodistónicos) y compulsiones más esporádicas, y crisis de ansiedad.

Los pensamientos intrusivos serían pensamientos que no sientes como verdaderamente propios, como si no tuvieras ningún tipo de control al respecto. En mi caso era como acceder sin filtros a mi subconsciente; un bombardeo constante de pensamientos nítidos que podía visualizar y me atormentaban.
Los pensamientos egodistónicos serían aquellos que no sientes como propios porque entran en conflicto con tu sistema de valores y creencias, con tu autoconcepto. Detectas de forma muy clara y evidente que lo que estás pensando es aberrante o irracional, como si se te estuviera tendiendo una trampa.

Lo jodido de haber sufrido trastornos severos de ansiedad desde niña y no desde adolescente es que creo que hasta cierto punto acabas construyendo todo tu mundo, toda tu mecánica mental acomodándote a/lidiando con ese trastorno. Aprendes a funcionar de una forma distinta.  Y quizás a los 15, a los 16, 17 o 18 años aún te enorgulleces de esas excentricidades, te hacen sentir especial, las conviertes en tus señas de identidad. Pero cuando pasas los 25 y ves que las cosas siguen sin tomar forma, que sigues sin poder explotar tu potencial, que hay muchas cosas que nunca has vivido y es posible que nunca vivas, la cosa empieza a cambiar. Dejas de priorizar el sentirte especial, empiezas a querer y buscar otras cosas: poder ser más funcional, tener la estabilidad, la constancia, la motivación y la disciplina suficientes para poder hacer cosas, para poder aportar algo, llevar una vida algo más ordenada. Dejas de idealizar, de romantizar la figura del poeta maldito, solitario y atormentado. Quizás es que te quitas la coraza misántropa de "odio a la gente" y empiezas a reconocer que lo que quieres es ser visto, comprendido, querido, participar en el mundo que habita el resto.

Un inciso sobre el TOC, aunque quizás esto no sea necesario ni decirlo, quizás se considere de cultura general: aquí "obsesivo" no tiene las connotaciones que suele tener en la cultura popular o en el habla coloquial. No tiene que ver con acosar ni perseguir a nadie, normalmente conlleva más bien un recluimiento interno, ese "obsesivo" aquí significa "circular", un no poder salir de un circuito interno. En mi caso, durante muchísimo tiempo, las obsesiones ni siquiera tuvieron un contenido realmente "inteligible", que pudiera expresar, se trataba más bien de formas y operaciones abstractas; mis obsesiones se parecían más a cálculos matemáticos que a preocupaciones o fijaciones con personas u objetos del mundo.
Si hablamos de T.O.C propiamente, incluso aunque te obsesiones con alguien, lo normal es que la compulsión no tenga nada que ver con interferir realmente; y sería especialmente raro que la compulsión tuviera que ver con hacer daño a alguien, de hecho ocurre lo contrario, muchas veces personas que sufren Trastorno Obsesivo Puro (luego entraré en esa distinción) tienen pensamientos intrusivos que tienen que ver con hacer daño o agredir a otros pero precisamente porque temen hacerlo, y con lo que se obsesionan realmente es con evitar a toda costa que esos pensamientos intrusivos se acaben trasladando al mundo real, lo que temen realmente, lo que les martiriza es la idea de ser malas personas, de hacer daño. He tenido mis experiencias con eso.

Lo que ocurre con mi Trastorno Obsesivo-Compulsivo es que durante los últimos 9 años lo he tenido más o menos "inactivo", he estado (relativamente) asintomática, aunque creo que eso es algo que mucha gente discutiría, porque se me siguen notando las tendencias obsesivas: la necesidad de ser precisa y certera, de sentir que no dejo cabos sueltos, de matizar y puntualizar hasta la saciedad, el perfeccionismo patológico y contraproducente. La necesidad de esquematizar, de encontrar patrones. Y definitivamente tengo lo que llamarían "rumiaciones /obsesivas/". Pero el hecho es que no tengo obsesiones y compulsiones en el sentido en el que las tenía hace años, no tengo un bombardeo constante de pensamientos que prácticamente pueda visualizar, intrusivos, egodistónicos, que no sientes como propios. Y esto es difícil de explicar, porque cuando tienes rumiaciones, entras en un circuito y das 50 vueltas, también estás pensando cosas que preferirías no estar pensando. Pero se trata de algo distinto.

Cabe añadir que mis compulsiones siempre fueron bastante atípicas. Sólo tuve compulsiones en el sentido más tradicional, típico (o quizás simplemente el que la mayoría de la gente imagina), de tener que llevar a cabo rituales, de tener que repetir una misma acción para aliviar la ansiedad provocada por las obsesiones (y la cuestión es que al menos en mi caso -y creo que en muchos otros- no existía una relación racional entre obsesiones y compulsiones, no era como estar agobiado porque no sabes si te has dejado algo encendido y que la compulsión sea ir a revisarlo, sino que se establecía una relación totalmente arbitraria, y que yo sabía que era irracional; quizás sientes que estás impregnado de una especie de "suciedad moral" que no tiene nada que ver con los gérmenes y la compulsión es lavarte las manos 500 veces al día, y no es una superstición, tú sabes que no cambia nada; pero ese ritual alivia tu ansiedad -momentáneamente, en realidad lo que estás haciendo es retroalimentarla a largo plazo-), sólo tuve compulsiones de este tipo a los 11 años. Desde ese punto en adelante, todas las compulsiones que tuve fueron "compulsiones mentales", rituales para mis adentros.

Tenía previsto entrar a hablar de cómo eran, pero creo que es un error, porque alguien que no se haya encontrado en ese estado mental lo interpreta y lo siente como una excentricidad o como una manía. Un relato que a mí me resulta terrorífico a otra persona le puede resultar curioso, interesante y entrañable. Creo que por ello puede ser más útil hablar de cómo se vive y se siente, que no hablar de qué es lo que estás haciendo desde el punto de vista de un espectador.

Aunque algo que sí que me gustaría comentar, simplemente para desmontar algunos mitos o algunas ideas preconcebidas, es que yo, por ejemplo, nunca he tenido ningún problema con los gérmenes, ni con la suciedad, ni con el desorden, a no ser que llegue a extremos preocupantes: lo que quiero decir es que mi reacción es más o menos la misma que tendría cualquier persona, e incluso es posible que me afecte menos que a la media, porque soy muy poco maniática con estas cosas. Es decir, esta fijación patológica con el orden y con los patrones es algo que algunas personas canalizamos más hacia adentro. Lo digo porque quizás a menudo se asociaría el Trastorno Obsesivo Compulsivo con el tipo de pautas de conducta que encontraríamos en Mónica de Friends, o en Sheldon Cooper, pero incluso en el caso de que se les pudiera diagnosticar (dentro de lo "diagnosticable" que sea un personaje de ficción) un TOC, la cuestión es que no es un trastorno que se reduzca ni muchísimo menos a ese tipo de conducta.

Las compulsiones más mentales, los rituales que empecé a hacer para mis adentros, hicieron que, evidentemente, fuera más fácil mantener las apariencias de puertas afuera, pero también hicieron que fuera todo cada vez más complejo, más confuso e intrincado, que entrara en un plano más abstracto. Cada vez más difícil de explicar, de verbalizar, de comunicar.

Lo que sí he sufrido durante estos últimos dos-tres años han sido síntomas del Trastorno Obsesivo Puro, o T.OC Puro. Pero se trata de otro tipo de pensamientos intrusivos, es más bien un sentimiento de culpa muy invasivo, una especie de auto-hipervigilancia, una duda constante de fondo. Me quedo atrapada en circuitos obsesivos, pero una de las diferencias es que ahora sí que existe una relación causal racional entre lo que me preocupa que ocurra (equivocarme) y lo que hago para evitar que ocurra (reescribir y releer algo 30 veces durante 10 horas seguidas).

He llegado a la conclusión -tal vez errónea- de que este complejo de culpa responde a mi necesidad de sentir que tengo el control de la situación: si todo lo malo o doloroso que me ocurre, me ocurre porque he hecho algo para merecerlo o provocarlo, eso significa que puedo evitar que se repita en un futuro cambiando mi comportamiento, creo que esa es la línea de mi razonamiento a un nivel más inconsciente. Para mí es más reconfortante pensar que me han malinterpretado porque no he sabido expresarme o comunicarme correctamente, que aceptar la idea de que, independientemente de cuanto me esfuerce en matizar algo, siempre habrá quien no me entienda. Prefiero sentirme culpable de haberme expresado mal que sentirme condenada a ser incomprendida. Prefiero pensar que me han abandonado porque he hecho algo mal, porque hay algo malo en mí, que aceptar que a veces hay diferencias irreconciliables de fondo que el amor no puede superar, que los sentimientos cambian con el tiempo o que las personas vienen y van. Creo que esto es común en supervivientes de abusos y malos tratos.

No sé si es como reacción al T.O.C, como mecanismo adaptativo, pero ante situaciones o pensamientos que me generan ansiedad he aprendido a posponer la fuente de esa ansiedad.
Tengo un problema de evitación, he tenido siempre muchos mecanismos evitativos que afectan a todos los ámbitos de mi vida: afectan a mi vida social, afectan a mi vida académica a través de la tendencia a posponer indefinidamente el hacer un trabajo o prepararme para un examen, y muchas veces he llegado incluso al punto de no llegar a hacerlo. Afecta también, de forma muy clara, a mi gestión de las redes sociales; desaparezco durante semanas, pospongo respuestas que quiero dar y conversaciones enteras que quiero tener pero que en ese momento me abruman y me paralizan.
Acabo buscando la nada, refugiándome en una especie de limbo, olvidando que existen otras personas y que existe el tiempo.

Ansiedad y redes sociales


Y como digo, la cuestión es que en los últimos dos años, diría que sobre todo desde mediados de 2017, aunque no haya vuelto a recaer nunca del todo en el T.O.C, sí que es como si hubiera vuelto a emerger en forma de un complejo de culpa patológico, de dudas incesantes y asfixiantes sobre mí misma.

Lo que muchas veces me ha generado ansiedad no ha sido la posibilidad de equivocarme en sí, sino la posibilidad de estarme equivocando y no tener forma de detectarlo y corregirlo, de enmendarlo con relativa rapidez. Si me doy cuenta de que me he equivocado pero tengo claro en qué y por qué, basta con explicarlo y retractarse, no me supone un grave problema. El problema lo tengo cuando no sé detectar o verbalizar con exactitud lo que no me cuadra, cuando no sé hasta qué punto mis dudas son razonables y hasta qué punto me estoy autosaboteando porque no me permito bajar la guardia.
 
A mediados de 2018 abandoné Twitter durante un par de meses, y desde entonces nunca he sido capaz de "regresar" del todo, he vuelto a estar meses enteros desconectada, he tenido épocas en las que sólo he escrito en Twitter un día a la semana, o un par o tres de días cada dos o tres semanas.
 
Y esto es porque a mediados de 2018 llegué a un punto en el que me sentí absoluta e irremediablemente incapaz de gestionar la exposición y la responsabilidad que conlleva tener una cuenta con muchos seguidores. Como digo, arrastraba tal complejo de culpa, y me exigía a mí misma un comportamiento tan intachable y tan ejemplar -que jamás hubiera exigido a otros- que acababa responsabilizándome incluso de malinterpretaciones que eran claramente, o un error de la otra persona, o directamente deliberadas. Acababa sintiendo que efectivamente había podido dar pie a ser leída de esa forma, y que era exclusivamente responsabilidad mía prevenir malentendidos. Acababa disculpándome y retractándome de cosas que no había dicho, acababa invirtiendo entre 5 y 8 horas seguidas en reescribir y releer compulsivamente el borrador de un solo hilo, leyéndolo desde mil ángulos, aterrada ante la posibilidad de dar pie a lecturas sesgadas que sentía que serían culpa mía.
Por supuesto que quiero ser pedagógica, considerada y cuidadosa en las formas, por supuesto que no quiero caer en las actitudes chulescas y las guerras de egos de Twitter, donde importa más humillar al otro para crecerte frente a una audiencia que te aplaude que compartir y confrontar ideas.
 
Pero el caso es que ganar tantos seguidores hizo que, en vez de crecerme, en vez de confiarme y sentirme blindada, sólo sintiera sobre mis espaldas una responsabilidad que me hizo pequeña e insegura.

También me pasaba horas y horas buscando errores e incoherencias en mis propios tuits, porque -como he comentado antes- sentía que en caso de estar equivocándome necesitaba poder darme cuenta lo antes posible para poder retractarme lo antes posible. Me daba pánico la posibilidad de poder estar desinformando o teniendo un impacto nocivo sin saberlo. Y por eso acababa dudando de mi criterio, acababa dudando de cosas que antes me hubieran parecido evidentes. Creo que no se trataba siquiera de honestidad intelectual, sino de miedo puro y duro.

Y no era sólo miedo a estar causando algún tipo de daño o perjuicio, efectivamente también era miedo a que eso hiciera que la gente me viera con unos determinados ojos, que me juzgara, y que su forma de juzgarme reforzara mi forma de juzgarme a mí misma. Al final a quien temo verdaderamente es a mí misma.
No me preocupa no gustar a todo el mundo, me preocupa cómo Twitter, tanto por mi sensación de responsabilidad como por la especial tendencia que hay en esa red social a simplificar las cosas hasta tergiversarlas, y a sacarle punta hasta a lo más inofensivo, me hace recaer en mis circuitos de dudas obsesivas (sobre mí misma y mi valía, pero también sobre mi propio criterio -no ya sólo sobre mi discurso sino sobre mi capacidad para discriminar información-) y autoflagelación.

A día de hoy a veces sigo teniendo problemas para gestionar las redes sociales, ni siquiera leo mis notificaciones, y es porque en menor grado sigo funcionando así. 
Quiero decir, una persona que me demuestre que realmente entiende lo que quiero decir y desde dónde lo digo pero no esté de acuerdo, o, yo qué sé, me considere pedante, o pesada, que lo soy, no me genera ansiedad alguna.

Y el año pasado Twitter me enseñó que si tu perfeccionismo y tu complejo de culpa te llevan a exigirte un comportamiento intachable que nunca exigirías a los demás, el resto de la gente empieza a exigírtelo e interpreta tu obsesión por ser ejemplar como si te creyeras que lo eres.

En definitiva: mi relación con las redes sociales siempre es un estira y afloja, una tensión constante: necesito expresarme y aprovechar el altavoz que se me ha dado, pero hay épocas en las que mi autoexigencia y auto-hipervigilancia obsesiva lo convierten en algo agotador a todos los niveles. Siento que tengo bastante vocación como comunicadora, pero mi cerebro no está en absoluto pensado para lo que supone la exposición en internet.

Mi experiencia con la depresión


El caso es que también llevo los últimos 10 años con depresión. Lo que ocurre es que es difícil delimitar de dónde me viene esto y de dónde me viene esto otro, y tampoco creo que tenga sentido. Diría que durante estos últimos años la depresión me ha incapacitado mucho más que el TOC, pero es que a lo largo de mi depresión también han estado mis rumiaciones obsesivas, aunque no fueran obsesiones y compulsiones propiamente dichas.
Sufro una forma leve pero crónica de depresión, que se alterna con episodios depresivos más graves. En mis buenas épocas sigue costándome bastante llevar a cabo tareas relativamente simples, sigo estando apática, decaída, sigo teniendo una sensación constante de cansancio y fatiga.
 
En mis episodios más graves -y creo que esto es algo bastante generalizado- siempre he tenido una cierta tendencia a recrearme en la depresión y encontrar en ella refugio, a autosabotearme, a menudo de forma inconsciente, porque la idea de volver al mundo, donde suceden cosas y donde habitan los otros, con sus tiempos y sus ritmos, es asfixiante. Cuando te quedas en tu refugio de procrastinaciín y hábitos autodestructivos sabes exactamente lo que te vas a encontrar: el mundo exterior es mucho más frenético e incierto y da más miedo. No es simple pereza, es un mecanismo de evitación. Y uno puede encontrar formas extraordinariamente sofisticadas de autosabotearse.

A menudo te sientes incapaz de dar pasos en la dirección correcta, por mucho que sepas cuál es la dirección correcta, incluso aunque sepas qué clase de hábitos debes empezar a adquirir, porque no te sientes con fuerzas, porque nada te ilusiona lo suficiente como para suponer un aliciente, como para llegar a motivarte. Porque no tienes "razones".
Pero muchas veces es sólo cuando te fuerzas a dar pasos que no quieres dar, a salir de la cama, de casa, de tus espacios solitarios y viciados, a intentar reconectar con los otros -aunque esto es especialmente difícil cuando llevas años así y has quemado todos los puentes; por duro que sea, hay gente que no está capacitada para quedarse a tu lado-,  cuando empiezas a recuperar poco a poco las fuerzas y las ganas de dar más pasos que te permitan estar mejor. Creo que muy a menudo el "sentido", el "propósito" y la motivación no aparecen hasta que ya estás un poco mejor, aunque sea sólo un poco. Por eso hay momentos en los que tienes que obligarte, hacerlo porque sí. Y eso es lo más jodido, pero lo más necesario. Y sólo se vuelve un poco más fácil cuando coges el hábito.

Y cuando se habla de la importancia de seguir intentando salir de esos hábitos y de ese refugio de cuatro paredes, de seguir obligándote a hacer cosas que no quieres hacer y que te cuestan, no siempre se hace trivializando la depresión, sino precisamente entendiéndola, entendiendo lo fácil que es huir del mundo. Y esto no significa que vayas a "curarte" -yo no voy a curarme, sólo aspiro a estar mejor- por salir a pasear, hacer ejercicio o hablar con gente; pero a menudo subestimamos lo decisivos que estos gestos pueden llegar a ser en algunos momentos cruciales.
A veces hay mensajes que nos parecen condescendientes o que nos suenan a frasecita trillada de instagram -"¡sonríe, atrévete a salir de tu zona de confort!"- pero hay algo de verdad en que es habitual recrearse y refugiarse en la depresión, aunque sea por algo más que pereza.
La introspección es imprescindible, e ir a terapia y tener a alguien que confronte y desmonte tus creencias irracionales y que te pare los pies cuando te culpas de mas o te responsabilizas de menos, que pueda ver lo que tú estás demasiado cerca para ver, eso hace mucho. Pero creo que hay una parte de la recuperación o de la mejora, la que consiste en adquirir una rutina, que tiene que ser más mecánica, sobre la que es contraproducente pensar o teorizar demasiado. "Me levanto o no me levanto" te lleva a buscar "una razón" que en ese momento no encontrarás.

Por supuesto -y aunque sea difícil encontrar el equilibrio- no hablo de exigirse mucho de golpe (eso suele agravar los problemas de evitación, no resolverlos) ni de culpabilizarse. Hablo de obligarte a dar pequeños pasos que no te apetecen -hacer un recado, cosas pequeñas que se van amontonando y acaban siendo una losa, y que por mecánicas o cotidianas que sean te hacen sentir mucho más ligera cuando te las quitas de encima- pero sin fustigarte cuando no salen.

Y lo digo habiéndome pasado 4-5 años sin atreverme a ir a clase ni siquiera el día de los exámenes, y dos años recluida en casa, saliendo a la calle una vez cada tres semanas, sin tener ningún amigo y sin hablar con nadie.
Lo digo como alguien de quien todo el mundo siempre ha esperado que rindiera muy por encima de la media por tener una facilidad natural para ciertas cosas, pero que necesita más tiempo de lo normal para estabilizarse y centrarse, dejar fuera las interferencias y poder hacerlas.


Jamás he usado nada de esto, ni lo voy a usar, para justificar ningún acto reprochable. Si tengo que disculparme por algún error que haya cometido, no voy a sacar a colación mi salud mental. Y siempre he sido muy testaruda con eso. Además no creo que nada de lo que he sufrido me lleve a tratar peor a la gente o a actuar de forma injusta, no veo ninguna relación causa-efecto; si acaso lo previene.

Lo que más me duele es ser consciente de mi potencial y de mis facultades, de mi habilidad natural para ciertas cosas, y ser consciente de dónde podría estar hoy si realmente hubiera ejercitado y desarrollado esas facultades o capacidades, si no hubiera estado escondiéndome de mí misma, luchando contra mí misma, saboteándome. Más que sentirme un fraude, es que sé que estoy y he estado en muchas ocasiones muy cerca de ser lo que mucha gente ve en mí. Y podría haberlo sido. Y eso es lo peor. Que no es que sea inalcanzable, es que lo he tenido cerca. Y soy muy consciente de que recrearme en esto, reprocharme el tiempo perdido, es contraproducente y sólo me hace perder más tiempo.

Escapo a veces del ejercicio intelectual por miedo, para alejarme de mí, porque me conozco y sé lo mal que lo paso intentando desgranar obsesivamente por qué esto no me cuadra y cayendo en bucles neuróticos, entonces hay una parte de mí que tiende a la simplificación y al confort, pero en realidad es lo último que quiero y también me rayo muchísimo al sentir que estoy dejando pasar algo por alto.


 

jueves, 7 de noviembre de 2019

Pienso algo que sé que no tiene fundamento, que sé que responde a viejos miedos acumulados, sé que lo estoy conectando con pasajes y ausencias del pasado, que estoy dando saltos inferenciales absurdos, pero reacciono para mis adentros como si supiera que es cierto; lo pienso mentira, pero lo siento verdad.

Dedico una cantidad desproporcionada de recursos y energía en razonar conmigo, desgranar y rebatir mis creencias irracionales y calmarme. Tengo que hacer un trabajo emocional (cómo me estoy sintiendo, qué lo ha detonado, a qué miedos, inseguridades y creencias infundadas obedece, qué puedo hacer para tranquilizarme, cómo compartirlo sin suponer una carga para la otra persona) que resulta agotador.
Que se vuelve inasumible y me destroza cuando entran sentimientos románticos en juego y esos miedos y esa necesidad de anticiparme, categorizar y delimitar, de entender cada gesto y cada pausa, se disparan. Que una frase inocente que no significa nada pueda tomar mil bifurcaciones y suscitar mil preguntas.

Las intermitencias, las ambigüedades, las líneas difusas, no saber si ese día encontrarás atención y afecto o migajas, tener que entender a quien no se entiende a sí mismo, a quien actúa por impulso y capricho, irreflexivo y voluble. El absurdo: buscar sentido en un comportamiento errático. Pocas veces he conocido o aprendido otra cosa. Y nunca sé qué esperar o a qué atenerme.

Nunca sé qué esperar o a qué atenerme, ya no sé si es mi intuición alertándome o mi miedo saboteándome.

lunes, 1 de abril de 2019

Sabía que el camino no era lineal, pero supuse que a estas alturas habría aprendido algo más. Todo cuanto escribo, siento y digo suena con un eco; ya lo he escrito, sentido y dicho con pequeñas variaciones, estando en un lugar algo distinto. No sé cuándo dejé de llevar la cuenta, cuándo deje de bosquejarme y dibujarme mapas, no sé si cuenta como una victoria. Tenía la falsa sensación de entenderme, de haberme rastreado y acotado, de haber calculado mis reacciones y mis tiempos, mis tres tipos de ansiedad, mis malos hábitos e inercias, mis tensiones y contradicciones, aunque eso probara no cambiar nada.
Por ejemplo, sabía que estaba obsesionada con el paso del tiempo y con la huella que dejan mis épocas de apatía y letargo; con perderle centímetros, a cada segundo que pasa y no me muevo, a la versión de mí que podría haber llegado a ser si no me hubiera detenido, a lo que soy en potencia, a lo que fui en potencia antes de cada segundo perdido. Y sabía, al mismo tiempo, que regodearme en ese espacio imaginario sólo agravaba el problema: que acababa reprochándome el tiempo que había perdido reprochándome el tiempo perdido, y así sucesivamente. ¿Y hacía esa revelación que fuera capaz de centrarme en el "yo" alcanzable en vez de lamentar un "yo" hipotético, esquivo y físicamente imposible, me ayudaba eso a tomar impulso? En absoluto. Como nunca me ha ayudado el hecho de saber que presionarme y exigirme demasiado es tan contraproducente como ser indulgente y abrazar esa desidia, esa tristeza confortable en tanto que familiar e inmovilista; no por saber nombrarlo encuentro el equilibrio.
Y así con todo: necesito respuestas siempre y a cualquier precio, pero identificar y desenredar mis mecanismos de adaptación fallidos y la lógica que en ellos descansa nunca me ha sido de gran ayuda. Quizás ser demasiado consciente de los pasos me ha llevado a tropezarme.

Supongo que entenderlo es condición necesaria, pero nunca suficiente. El proceso no puede ser sólo especulativo, intelectual, hay un aprender con la piel, un aprender haciendo, un adquirir hábitos y rutinas además de pensarlas. Además de saber qué es lo que tienes que hacer, está el esfuerzo de hacerlo y la frustración de fallar, frustración que hay que aprender a tolerar para que esto funcione, y a la que yo nunca sé sobreponerme.

Tendría que haberlo visto venir.

No es sorprendente que, después de haberme pasado toda la infancia y toda la adolescencia intelectualizando las emociones, tratándolas de forma clínica y distante, como meros cálculos de coste y beneficio (y el coste parecía tan desproporcionado que nunca me arriesgaba), me haya desbocado una vez he sido capaz de abrir esa puerta y dejarme llevar. No es extraño que, al recibir un afecto y unos cuidados que apenas he conocido, perderlos se vuelva insoportable y me quede imposiblemente atada al recuerdo, a la posibilidad, a la sensación de ser inquerible, a la necesidad de buscar porqués. De entender a personas que no se entienden. Así ha sido siempre: mi madre era cálida, atenta, la figura materna perfecta, y luego desaparecía de golpe. Su enfermedad me la robaba durante meses y no tenía forma de saber cuándo volvería. No sé perder, y por eso llevo toda la vida evitando jugar.

Tuve que aprender muy pronto cómo domar ese rincón de mi mente, cómo posponer los pensamientos intrusivos. Pero no he aprendido a hacer nada más. No sé esforzarme, no sé adquirir hábitos constructivos y ser constante, no sé cómo traspasar los mismos mecanismos de evitación que me salvaron en el pasado y hoy se me vuelven en contra, y nada puede llenarme lo suficiente como para convencerme de que el esfuerzo valdrá la pena. No sé cómo vivir. Y a menudo no quiero hacerlo.

sábado, 29 de diciembre de 2018

Es un dolor distinto

Creo recordar que a los quince años, cuando probablemente llevaba más equipaje a mis espaldas del que debiera, etiqueté y delimité los grados y tipos de ansiedad que experimento; tres tipos distintos, dejando de lado el nerviosismo y el estrés. Creo que esta sensación no se parece a ninguna. ¿Quizás se parece a la despersonalización y desrealización que sufrí al regresar de Berlín, a esa sensación de irrealidad, a la amnesia emocional, a la incapacidad para reconocer y situar a las personas que quiero, para reconocerme y situarme a mí, aún conservando intacta la memoria? ¿A la melancolía punzante que sentí al volver de Stuttgart? Se parece a aquellos momentos de dolorosa intimidad conmigo misma siendo niña, de abrazarme por la noche sabiéndome desamparada, sin referencias, sin un otro con el que confrontar nada. Creía que se me daba bien lidiar con la soledad, porque es todo lo que conocí durante la mayor parte de mi vida, porque no me era extraña, porque siempre necesito regresar a ella para reencontrarme y sentir paz. Pero esta sensación de soledad absoluta, pesada, cayendo sobre mí sin marcha atrás. Esta sensación de no poder ver ni ser vista, de sentir con extraña convicción que no voy a poder volver a serlo nunca, aún diciéndome que no es cierto. Como si al apartar de mí tu mirada te me hubieras llevado, entera. Siento que no soy, que no existo. Y lo sé mentira, pero lo siento verdad. Y me echo insoportablemente de menos.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Dejar marchar

"Si imaginamos que una cosa que suele afectarnos de tristeza se asemeja en algo a otra que suele afectarnos, con igual intensidad, de alegría, la odiaremos y amaremos a la vez. (...) 
Esa disposición del alma, que brota de dos afectos contrarios, se llama fluctuación del ánimo; y es, por ende, respecto de la afección, lo que es la duda respecto de la imaginación.
-Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico - Proposición XVII

Llegaste, inexplicablemente cierta, como una estocada firme. Al conocernos nos cogimos de la mano -literalmente- y empezamos a caminar al mismo paso. No nos habíamos visto jamás y estuvimos diez horas y media de reloj hablando sin descanso, interrumpiéndonos a ratos desde la efusividad, desde la vehemencia de estar ahí por fin, y tras una breve pausa seguimos. No nos conocíamos y nos quedamos dormidas a la vez, juntas. No nos conocíamos y me presentaste a tus amigos y a tu familia. Me trajiste hasta tu mundo, tomándome de la mano. Porque sí que nos conocíamos.

Yo, que despliego un abanico de mecanismos ante los cambios e imprevistos, que huyo, que preparo, que me anticipo y premedito cada paso hasta enfermar, que durante años me cansé de teorizar, de delimitar, de perderme en disquisiciones sobre la diferencia entre atracción estética, romántica, sexual, deseo, impulso. Yo, que lo intelectualizo y disecciono todo hasta romperlo y robarle el alma y el sentido, lo supe de inmediato. Yo, que nunca sé nada de inmediato, yo que me quedo atrapada en esa mediación. Yo, que siento tanto pero nunca aprendí a vivirlo con la piel. Con esa misma piel lo entendí por primera vez. Y dejé de tener miedo.
Dejé de tener miedo justo cuando debí haber empezado a tenerlo.

Te conocí en noviembre y sin embargo te asocio a las luces navideñas, los abrigos, las manos frías que entran en calor, un piso con calefacción. Te asocio a estar ilusionada por primera vez, a sentirme completamente en paz por primera vez.

También te asocio a ese minuto de nada. A ese no saber cómo comer, como dormir, cómo estar ahí. A ese desaprenderlo todo y tener que volver a construirlo, sin saber cómo, sin querer. Porque elegí para que me ayudara a encontrar definitivamente el orden a una persona que estaba más perdida que yo. Porque quise ayudar a otra persona a lidiar con sus demonios cuando yo sólo llevaba años distrayendo a los míos. Y vino todo a la vez.

He encontrado una suerte de calma, desde mi falso estoicismo, desde mi sincera resiliencia, desde la frustración de toda una vida. Abrazando a esa niña que aún llora. Pero sigo sin saber qué sentir a ciencia cierta. Me he refugiado en lo mejor de mí, en lo peor de mí, en el punto intermedio buscando una respuesta.

Empecé por la madurez, el saber estar, la entereza. Quise hacer de tripas corazón, quizás mi orgullo jugó un papel. No voy a ser la clase de persona que no acepta el rechazo y se mueve desde el despecho, soy mucho mejor que eso, no voy a empañar lo que hemos sido, estás en tu derecho. Puedo ser comprensiva y justa aunque me duela, recordarme que no es culpa tuya aunque no encuentre en ello consuelo, aunque sepa que el odio reconforta más.

Quise ser una buena amiga, y al no poder hacerlo me fui. Y pasaron los meses. No sé ni cómo.

Volvimos a encontrarnos y me dijiste que aún me querías, pero que no podías estar, que no sabías cuándo podrías, y traté por todos los medios de acallar esa voz que me decía que esperara al mismo tiempo que me aferraba a ella y me negaba a soltarla. Quería y no quería esperarte. Sabía que no había una fecha, definición, delimitación. Que no podía quedarme en ese estado incierto, en esa espiral. Pero no podía no hacerlo. No podía no querer hacerlo. Teníamos que acabar juntas.

Los meses volvieron a sucederse uno detrás de otro. Y me refugié en el odio aunque nunca te lo conté. Cambiaron los ojos con que te veía. Me pregunté si ese era el paso que me había saltado, elaboré una teoría. Trasladé esa culpa desde mí hacia ti. Quizás necesito sentir rencor, un odio puntual, un desprecio que no salga de aquí. Quizás al querer eximirte de culpa me estaba culpando a mí, quizás estaba separando de ti el dolor que me habías provocado, queriendo así volver a ti para aliviarlo, olvidando que tú eras su causa. Quizás necesito sentir rabia, una rabia controlada, terapéutica, legítima. Quizás necesito sentir que tengo derecho a sentirme así, quizás debo dejar de recriminármelo. Dejar de sentirme culpable por no querer perdonarte.

No sé si funcionó. Te recorrí tantas veces que ya no te parecías a ti. A veces lo sentía de un modo y otras tantas de otro.

Escribí:
Me odio porque ya no sé verte, porque ya no puedo quererte bien.
Te odio porque ya no puedo querer bien a nadie.
Me odio porque ya no sé cómo escapar de esta dialéctica, de este vaivén constante, de este luto interrumpido, de este afecto ambivalente.
Te odio por hacer que te quiera y me odio por odiarte.

Volviste una vez más y te desmitifiqué, dejaste de ser ese fantasma. Volviste y todo perdió el matiz dramático. Durante varias semanas todo recobró el color, la naturalidad. Volviste y descubrí que había trabajado mucho durante todos esos meses, que podía volver a quererte bien. Pero ya no éramos las mismas. O tú ya no querías que lo fuéramos.

Me dijiste que ya no me querías y volví a ser una niña pequeña. Qué he hecho mal. He sentido demasiado. No he sabido callar lo suficiente. No he disimulado lo suficiente. Por qué ya no me quieres si no he insistido, si no he incordiado. Si sólo he hecho tiempo.

Si me he dejado la piel intentando encontrar ese equilibrio imposible. intentando ser honesta sin alimentar tu complejo de culpa, sin caer en reproches ni chantajes. Si dosifiqué, minimicé hasta el límite nuestras interacciones ¿Qué hice mal?

No hice nada mal. No hiciste nada mal.

Han vuelto a pasar los meses. Como una rueda en un precipicio.

Siempre estoy intentando cerrar la puerta. A veces parece que lo consigo, pero nunca lo hago del todo. Nunca consigo querer hacerlo del todo.

Nunca consigo querer decir adiós definitivamente a la imagen borrosa del principio, hoy fantasmagórica y teñida de irrealidad; a esa sensación inaudita y cálida que recuerda mi piel. A lo que fue, a lo que pudo haber sido y a lo que a veces casi parece que aún podría llegar a ser en un futuro. O eso necesito decirme. Y al mismo tiempo no quiero que sea.

Cuando lo estoy olvidando descubro que sólo lo estaba posponiendo, esquivando. Que ya me he acostumbrado a hacerte tiempo y se ha convertido en parte de mí. Que no lo estoy aceptando verdaderamente, sólo sosteniéndome en un hiato imaginario.

Es mera repetición. Una y otra vez. Estoy cansada. Cansada de llorar por el cansancio. Pero estar cansada, no poder más, no acelera el proceso. No consigue matar del todo la esperanza. Porque no quiero hacerlo del todo. Porque no toda yo quiero hacerlo.

Y qué ironía cuando lo único que quiero es conseguir quererlo. Querer dejarte marchar.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Dialéctica destructiva

Te odio porque me quisiste y no pudiste estar, porque no supiste dejarme marchar bien.
Me odio porque no supe marcharme bien.
Te odio por robarme pieza a pieza, por calarme hasta los huesos, por tener ese poder.
Me odio por estar siendo injusta al odiarte.
Te odio por hacer que me odie.

Me odio porque ya no sé verte, porque ya no puedo quererte bien.
Te odio porque ya no puedo querer bien a nadie.
Me odio porque ya no sé cómo escapar de esta dialéctica, de este vaivén constante, de este luto interrumpido, de este afecto ambivalente.
Te odio por hacer que te quiera y me odio por odiarte.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Dueles.

Dueles, como un frío afilado.
Como una cuchillada aguda, inesperada.
Como una frustración de años.
Como la resignación de toda una vida.

Dueles como la muñeca que perdí y nunca encontré.
Como mis cumpleaños llorando.
Como los treinta-y-unos de diciembre sola.
Como el profesor de primaria que dijo
que nadie me querría.

Como las décadas en terapia, las recaídas,
las reconciliaciones conmigo misma.
Las idas y venidas, mi fragilidad y mi resiliencia,
mi persistencia y mi apatía.

Como las contradicciones que me han tenido en vilo
y las canciones que ya no puedo escuchar.

Como cada daño, cada peldaño,
cada pérdida hasta encontrar mi norte.

Cada derrota hasta encontrar mi voz y
cada amago destructivo.

Dueles como todo lo que ha dolido.

sábado, 21 de noviembre de 2015

*

Voy tras la inmediatez vacía, las distracciones mudas, porque ya no soporto que mi propia voz me alcance. Hace tiempo que no escucho lo que tengo que decirme. Pero hay días en los que se acaban las excusas, las distracciones, las anestesias improvisadas. Hay días en los que me alcanzo y puedo verme. Días en los que no hay consuelo, no hay pretextos, no hay voces amigas. Sólo caída.

Fui a mi entierro y no estábais ninguno.

¿No será lo que siento, sin toda esta anestesia artificial,
el dolor proporcional, la reacción adecuada? Como un destello de lucidez.
Pero ya no soy tan mayor como era entonces.
Y sólo huyo. Me escondo bajo la cama, donde habitaban los monstruos.

Diría que soy como vosotros, pero mis males nunca fueron recreativos. Yo nunca tuve esa elección.

Hasta cierto punto curte y forja. Pasado ese punto sólo quema, sólo deforma.